El reciente estudio “Canasta de Crianza”, presentado por el Ministerio de Desarrollo Social y Familia junto a UNICEF, reveló que el costo promedio mensual de criar a un hijo o hija en Chile asciende a casi $600 mil pesos. Esta cifra, que considera tanto los bienes y servicios adquiridos como el tiempo no remunerado dedicado al cuidado, entrega una radiografía económica y social de alto impacto: criar en Chile es costoso, y lo es aún más para las familias de ingresos medios y vulnerables.
Los resultados del estudio muestran que el gasto total de un hogar puede aumentar entre un 27% y un 31% al incorporar un niño o niña, lo que representa una presión estructural sobre los presupuestos familiares. Además, el primer hijo concentra la mayor parte del costo, asociado a la adquisición inicial de bienes y servicios, mientras que los hijos posteriores implican un menor desembolso gracias al uso compartido de recursos.
Sin embargo, lo más relevante no es solo la cifra, sino su composición: un 63% del costo corresponde a bienes y servicios pagados, y un 37% al trabajo no remunerado, principalmente realizado por mujeres. Este componente visibiliza un “costo oculto de género”, una transferencia invisible de trabajo gratuito desde los hogares hacia el sistema económico, que perpetúa desigualdades estructurales y limita las oportunidades de desarrollo para quienes asumen el rol principal de cuidado.
Si se compara este gasto con el sueldo mínimo vigente, el resultado es preocupante: criar a un hijo o hija equivale a casi el 100% de dicho ingreso. Desde una mirada económica, este desequilibrio contribuye a explicar las bajas tasas de natalidad del país, al instalar la percepción de que “tener hijos sale muy caro”. Esta sensación se intensifica en contextos de inestabilidad laboral, donde el costo de la crianza se convierte en una barrera tangible para muchas familias.
En los sectores medios y vulnerables, el alto costo de la crianza reduce la capacidad de consumo y ahorro, genera mayor endeudamiento y condiciona las decisiones familiares. Muchas veces se postergan los proyectos parentales o se limita el número de hijos, mientras que la participación laboral femenina se ve afectada por la falta de redes de apoyo y servicios de cuidado accesibles. Esta realidad no solo tiene implicancias económicas, sino también sociales y demográficas, al influir en la estructura y el bienestar de los hogares.
Frente a este panorama, se vuelve urgente redefinir la crianza como una inversión social, y no como una carga privada. En este sentido, políticas como un subsidio universal de crianza o un ingreso garantizado por hijo o hija podrían compensar parcialmente los costos directos y reducir las brechas entre familias. De igual manera, es necesario ampliar la oferta pública de cuidado infantil, fortalecer las licencias parentales y promover modalidades laborales flexibles, como el teletrabajo o los horarios adaptativos, que permitan equilibrar la vida familiar y laboral.
Asimismo, deben explorarse instrumentos tributarios que alivien la carga económica asociada a la infancia, como deducciones o exenciones de IVA para bienes esenciales, especialmente durante la primera etapa del desarrollo. Pero, sobre todo, resulta indispensable reconocer el valor económico del trabajo de cuidado no remunerado, promoviendo políticas de empleo y protección social que fortalezcan la autonomía económica femenina y la equidad de género.
La crianza no debe entenderse como un costo que asumen individualmente las familias, sino como una responsabilidad colectiva que involucra al Estado, las empresas y la comunidad. Invertir en condiciones dignas y sostenibles para criar no es solo un acto de justicia, sino una estrategia de desarrollo humano y social que define el país que queremos construir.