En estos días, el Papa León está en Turquía y Líbano, en el que constituye su primer viaje como Pontífice fuera de Roma. Geográficamente son países que no están lejos de Italia, pero culturalmente son bien distintos a la cultura occidental y con pocos católicos.
Aunque en Turquía hay un fuerte laicismo y el Estado no tiene ninguna religión oficial, el 99% de sus 85 millones de habitantes son musulmanes. Los cristianos no son más del 0,2% de la población y se estima que los católicos son solo unos 33.000. En el Líbano hay un poco más de católicos, pues de sus 5,8 millones de habitantes, cerca del 50% son cristianos, principalmente católicos maronitas. Líbano es el país árabe con más presencia de cristianos, aunque muchos han huido en las últimas décadas de su territorio a causa de la violencia.
¿Por qué el Papa va a estos países con tan pocos católicos? Sin duda para promover la paz y la concordia entre los pueblos, pero de modo especial ha viajado a Turquía para conmemorar los 1.700 años del Concilio de Nicea, el primer concilio ecuménico (universal) de la historia, que convocó a obispos de todo el mundo y fue fundamental en la configuración del dogma cristiano.
Aunque lo que creemos de Cristo está contenido en la Sagrada Escritura, en los primeros siglos de la Iglesia no siempre fue fácil expresar esa fe en las categorías culturales de la época. El gran desafío era conciliar la afirmación de Jesucristo como Hijo de Dios con el monoteísmo bíblico. El sacerdote Arrio, originario de Alejandría (Egipto), enseñaba que Jesucristo era sin duda una creatura especial, pero no era Hijo de Dios, lo que ocasionó una gran crisis en la Iglesia. Hubo división entre quienes seguían el arrianismo y quienes profesaban la plena divinidad de Jesucristo. Por eso el Emperador Constantino convocó, en el año 325, a los obispos en Nicea —actual ciudad turca de Iznik—, reuniéndose más de 300 “padres conciliares”, principalmente de Oriente, aunque también hubo algunos de Occidente y dos delegados del Papa Silvestre.
El Concilio afirmó que Jesucristo es el Hijo de Dios, de la misma sustancia (ousia) del Padre: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consustancial (homooúsios) al Padre. Con esto se excluía toda subordinación esencial del Hijo al Padre y se rechazaban las tesis de Arrio.
La unidad y la paz no llegaron tan pronto, pero en los Concilios posteriores (Constantinopla 381, Éfeso 431 y Calcedonia 451) se terminó de configurar lo que hoy proclamamos en el Credo niceno-constantinopolitano, que es uno de los dos Credos que podemos rezar en las misas. Afirmamos, así, que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, consustancial al Padre y consustancial a nosotros, y “que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo”.
¿Tiene importancia todo esto para nosotros hoy? Por supuesto, porque la proclamación de que Jesucristo es Hijo de Dios es el corazón de la fe cristiana. Él no es solo un hombre bueno de la historia, sino nuestro Dios y Señor, que nos ha comprado al precio de su propia sangre. Y en esta fe coincidimos todos los cristianos, lo que nos compromete en el empeño ecuménico, que también es una de las motivaciones del Papa León en su primer viaje apostólico.