Sesenta años han pasado de aquel día, el 22 de noviembre de 1963, cuando el presidente John F. Kennedy murió en Dallas, Texas. La noticia de la muerte del mandatario estadounidense llegó rápidamente al país, como lo atestiguan los diarios de la época, que recogieron largas estelas, editoriales, impresiones de las principales figuras públicas, así como el decreto de tres días de duelo nacional, firmado por el gobierno del presidente Jorge Alessandri, y un solemne homenaje del Senado. Sin lugar a duda, todas estas muestras indican que se trataba del líder de una de las superpotencias del mundo, pero paralelo a ello, el nombre de Kennedy había quedado indisolublemente ligado a la Alianza para el Progreso.
John Fitzgerald Kennedy (1917) fue, en muchos sentidos, un presidente de Estados Unidos poco usual; era el primer católico en asumir la primera magistratura y uno de los más jóvenes con 43 años en acceder al cargo, lo que contrastaba con su predecesor, Dwight D. Eisenhower, que ya contaba con 70 años en enero de 1961. Además de esto, el político bostoniano representaba a una nueva generación jóvenes académicos en llegar a funciones en la administración pública estadounidense, la llamada New Frontier, que aboga por un camino distinto de hacer las cosas.
Los años sesenta corrían a toda prisa bajo el influjo de la Guerra Fría global, las tensiones entre soviéticos y estadounidenses, más el triunfo de la Revolución cubana en 1959, que abrió una época de ebullición en América Latina. Kennedy y su equipo, inspirados en la política del Buen vecino de Franklin D. Roosevelt, el Plan Marshall y la propuesta brasileña de Operación Panamericana, anunciaron la Alianza para el Progreso en marzo de 1961, a poco más de un mes de haber jurado como presidente.
El programa de la Alianza contemplaba un vasto proyecto de ayuda financiera estadounidense para impulsar reformas graduales en América Latina, en materias agraria, tributaria, administrativa, educación, salud, entre otros. Pronto, la Alianza despertó el entusiasmo de los latinoamericanos y también la crítica de algunos sectores, que veían la propuesta como muy ambiciosa. En Chile, la asistencia económica de la Alianza fue bien recibida, ya que vino a promover la reforma agraria y a apoyar obras de infraestructura necesarias, luego de los sucesos del terremoto y tsunami de 1960.
La partida de Kennedy significó una fuerte impresión para la opinión pública. De este modo, El Diario Ilustrado recogió las palabras de Alessandri sobre el gobernante estadounidense, “Chile encontró en él, profunda comprensión para sus problemas y un ánimo siempre decidido a ayudarnos”. Mientras que, por su parte, La Nación escribió que Kennedy “era uno de estos estadistas de excepción que, obedeciendo a la vez a los dictados de la razón y a profundas intuiciones, coinciden con el ritmo de la Historia”. En tanto, la revista cristiana Mensaje señaló en su editorial, “la muerte de Kennedy nos responsabiliza y su llamado sigue resonando; llamado a los hombres que confían en el hombre”. Como puede verse, los medios chilenos compartieron su pesar por la pérdida del mandatario y los gestos que tuvo con la región.
En suma, la conmemoración de la muerte de Kennedy es también una oportunidad de reflexión de su vida y su visión con respecto al mundo de su tiempo. No cabe duda de que cualquier proyecto que se emprenda siempre traerá críticas, como las recibió el propio presidente y la Alianza para el Progreso, pero el liderazgo político de Kennedy y la voluntad de cooperación de la Alianza representan una valiosa experiencia histórica en las relaciones entre Estados Unidos y América Latina.