“Se acercaba la Pascua. Jesús sabía que llegaba su Hora” (Jn 13,1), con estas palabras comienza la lectura litúrgica del evangelio de Juan en la misa del Jueves Santo. Jesús presiente la muerte infamante que va a padecer, y allí en Betania, en casa de Simón el leproso, una mujer derramó perfume puro de nardo sobre su cabeza (Mc 14,8). Él, Jesús, interpretó el gesto como un embalsamamiento obrado de antemano. Esa unción sustituía la que no podría recibir una vez ejecutado, pues no se la podía hacer a un condenado. Los relatos de los evangelios nos muestran a Jesús afrontando su destino con plena conciencia de la misión que le ha sido confiada. Así acoge el gesto de la mujer, denuncia la traición de Judas y rechaza en Getsemaní toda resistencia a mano armada, en plena coherencia con el pacifismo que marcó su vida, una vida que entendió como servicio (“lavatorio de los pies, Jn 13, 1ss) al reino de Dios.
La Última Cena muestra a Jesús ante la muerte inminente. Jesús celebró esta cena con sus discípulos en vísperas de la Pascua judía, fiesta de la liberación de Egipto, fiesta de la libertad, cuyo simbolismo contrastaba con el hecho de estar a la sazón sometidos al imperio romano. En ese contexto religioso y político, Jesús afronta voluntariamente su destino de muerte violenta e indica el sentido que le otorga a la misma manifestando su completa confianza en Dios y culminando su misión de servicio, entregando su vida a favor del reino de Dios: “Porque os digo que desde ahora no beberé más del fruto de la vid hasta que llegue el reino de Dios” (Lc 22,18). Aquí Jesús anuncia que si va a dejar de tomar parte en la comida de esta tierra es para participar un día en el banquete último cuando llegue el reino de Dios. Esta es una certeza histórica muy valiosa, pues éste es un dicho (logion) reconocido como auténtico de Jesús por la crítica exegética.
En la Cena, la muerte de Jesús tiene un sentido de sacrificio, pero éste no es descrito como “ritual”, sino como sacrificio “real”, es decir, “don o entrega de sí”. Jesús se entrega: “esta es mi carne”, y más tarde dirá: “esta es mi sangre”. Y así, separadas, “carne” y “sangre” constituyen un gesto profético que anuncia su muerte inminente. Por eso, nosotros, los cristianos, en la Misa, tras la consagración de la Eucaristía, de pie (porque es una aclamación y no adoración; las aclamaciones se hacen de pie, la adoración, en cambio, se hace arrodillándose: “proskinesis” en griego, como los Reyes Magos) decimos: “Anunciamos tu muerte”, y añadimos una segunda parte que responde al estado actual de cosas: “Proclamamos tu resurrección”. Y finalizamos con el clamor de los primeros cristianos, que en arameo decían: “Marana-tha; Ven Señor”. Con su mandato de “haced esto en memoria mía”, Jesús manifestó su intención de fundar por su presencia continua la comunidad de los discípulos.
En Getsemaní, Jesús se enfrenta a la soledad terrible del rechazo que los hombres oponen al reino de Dios. Sus discípulos, bueno…, y nosotros mismos podemos vernos de algún modo reflejados en ellos, uno lo traicionó y el resto, sin excepciones, lo abandonó en el momento crucial. En el comportamiento de ellos, los suyos, los más cercanos, pudo Jesús percibir la magnitud del fracaso. Como comenta san Ambrosio de Milán: “Estaba triste no por su pasión, sino por nuestra dispersión”.
Finalmente, Jesús está en la cruz ante la muerte presente. Tras los vejámenes y el escarnio (exposición pública de su desnudez), con su dignidad pisoteada por todos, reducido a la condición de un criminal, clama: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, que en mentalidad hebrea hemos de entender que no ha “venido en auxilio”. Se ha dicho que este grito de Jesús sería el inicio del salmo 22, lo que haría que el grito fuera un grito de angustia real, pero no de desesperación. Puede ser. Lucas alude más al salmo 31 personalizándolo en Jesús: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Lo que pudo ser el grito final de Jesús en la cruz es una cuestión abierta. Prefiero pensar que Jesús ante su muerte presente mantiene su corazón profundamente religioso y, muriendo al modo humano, ha entrado hondamente en el misterio del mal, el misterio del ocultamiento de Dios que se prolongará en el Sábado Santo. Jesús descendió a los infiernos, allí donde la ausencia y el ocultamiento de Dios es máximo. Y como meditaba Benedicto XVI: “Nadie puede decir qué significa en el fondo esta frase: descendió a los infiernos”. Cuando llegue el momento captaremos algo de este misterio de soledad, o mejor de soledumbre.
Siempre este momento de Jesús en la cruz y luego en su sepultura, me evoca el campo de concentración de Auschwitz y la imagen de san Maximiliano Kolbe muriendo de hambre junto a otros nueve condenados. Él estaba ahí muriendo voluntariamente, pues se ofreció para que otro prisionero pudiera vivir. Porque aún en medio de la muerte del hombre bajo el mal más oscuro, Dios está ahí padeciendo también en igualdad de condiciones y transformando nuestra muerte, quitándole su veneno aniquilador. Es la gran intuición de san Pablo: “En la cruz de Jesús, Dios estaba reconciliando al mundo consigo”, mostrándonos su rostro, su presencia y ofreciéndosenos como amigo y compañero de vida.