Los cristianos celebramos como el fundamento de nuestra fe la resurrección de Jesús: Dios Padre, por medio del Espíritu, rescata a Jesús de la muerte, otorgándole una vida que ya no puede ser interrumpida por la muerte. Y esa vida incorruptible se nos promete también a nosotros: “Y Dios que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder” (1Co 6,14).
Pero la fe en la resurrección de Jesús puede ser mal interpretada y de aquí surge el primer gran peligro: centrarse exclusivamente en el Resucitado y olvidarse del Crucificado. En efecto, la fe en el Señor resucitado que nos hace olvidarnos del Jesús terrestre, nos enclaustra en una equivocada espiritualidad desencarnada que nos enajena del mundo que nos rodea, olvidándonos del mal y de las injusticias que, justamente, con la fuerza de la resurrección de Jesús, deberíamos ayudar a transformar. Así es como la religión se transforma en “el opio del pueblo”, como dijo Karl Marx, una droga que nos adormece ante las injusticias y la explotación que podemos padecer, sumiéndonos en una falsa sensación de felicidad.
El que resucitó es el que fue crucificado y Jesús no llegó a esa cruel pena de muerte por casualidad, sino que fue la consecuencia de lo que dijo e hizo en su vida: Jesús murió por cómo vivió; es decir, su vida, muerte y resurrección forman una unidad inseparable. La adhesión al Resucitado pasa por el seguimiento del Crucificado. Cuando Dios resucitó a Jesús, no sólo lo rescató de la muerte, sino que reivindicó su vida: con la resurrección, Dios dice que fue Jesús quien tenía la razón en todo lo que hizo y enseñó, y no quienes lo condenaron. Creer en el Resucitado significa tomar las opciones que Jesús tomó y rechazar lo que él rechazó. Por esto constituye una grave desviación una espiritualidad y una teología que no tomasen en cuenta al Jesús terrestre, su cruz y las consecuencias históricas que de allí se desprenden. La resurrección de Jesús nos debe impulsar a transformar el mundo según el plan de Dios de fraternidad universal y no a huir de él.
Otro “peligro”, que pongo entre comillas, ya que es algo positivo: por la resurrección de Jesús todos estamos amenazados de vida, no de muerte, pues la vida ha triunfado sobre la muerte. Éste es para el creyente el destino, la finalidad de la historia. Pero es algo no sólo dirigido al futuro, sino que también se da en nuestro presente. Cada vez que hemos logrado superar momentos difíciles, es la vida la que ha triunfado sobre los signos de muerte.
Es esa fuerza de vida la que nos inspira para seguir luchando contra todo lo que lleva la marca de la destrucción, como la injusticia, la opresión, etc. A los injustos, arbitrarios, opresores, les decimos que no triunfarán, porque, a pesar de las apariencias, es la vida la que se impondrá sobre la muerte. Como estamos amenazados de vida, no nos podrán derrotar tan fácilmente. Más aún, nosotros los amenazamos de vida también a ellos, porque no buscamos su destrucción, sino su conversión. Queremos que todos se sumen y participen en la corriente de vida, pues Dios es un Dios de vida y ésa es su voluntad, tal como aparece manifestada en el profeta Ezequiel, a quien le ordena decir a los israelitas: “Por mi vida, oráculo del Señor Yahvé, que yo no me complazco en la muerte del malvado, sino en el que el malvado se convierta de su conducta y viva” (Ez 33,11).
Pero tampoco se trata de establecer una división entre “nosotros” y “ellos”, pues la muerte también se ha manifestado entre nosotros en, por ejemplo, cada caso de abuso sexual, de poder o de conciencia. Hemos sido llamados a servir a los demás y cada vez que traicionamos ese llamado nos adentramos por los senderos de la muerte. Sin embargo, no todo está perdido, porque siempre nos podemos abrir al poder de la resurrección. Es esa fuerza la que nos ha de animar a reconocer nuestras faltas, a pedir perdón, a reparar, en un proceso de conversión constante, para que llenándonos de esa vida que Dios nos ofrece demos frutos de vida, regalándola tal como la hemos recibido. Nos toca a nosotros escoger entre la alegría de la vida plena que Dios nos regala y el sin sentido de la muerte que nos destruye.