Unidos a los santos y difuntos - UCSC
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Unidos a los santos y difuntos

Por Monseñor Sergio Pérez de Arce
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Comenzamos el mes de noviembre con dos días llenos de significado, que ojalá no pasen desapercibidos en nuestro camino de vida y de fe.

El 1 de noviembre celebramos a todos los santos, a los canonizados y a tantos anónimos que han vivido el Evangelio con generosidad y son para nosotros un testimonio de vida que nos alienta. Nos muestran que es posible no quedarse en una existencia mediocre o aguada, sino darse en el amor y el servicio para edificar una sociedad más humana. Nos muestran que es posible elegir a Dios una y otra vez, sabiendo que Él no quita fuerzas ni alegría a nuestros días, sino que lleva todo a su plenitud.

Mirando a los santos, resuena también para nosotros un llamado a la santidad. Dios nos quiere santos, lo cual no es beatería ni un alejamiento de nuestro mundo, sino un perseverante compromiso con el bien en las diversas ocupaciones de cada día, bajo el impulso de la gracia divina. Benedicto XVI decía que la santidad se mide por la estatura que Cristo alcanza en nosotros, en la medida en que buscamos modelar toda nuestra vida según la suya. Puede parecer un ideal alto, difícil de vivir, pero hay muchas personas generosas, también alrededor nuestro, que viven en sus vidas una bondad y una entrega que hacen mejor a nuestra sociedad. Son, como los llamaba el Papa Francisco, los “santos de la puerta de al lado”, que, aunque no son perfectos, son un verdadero reflejo de la presencia de Dios y del amor que Él nos invita a vivir.

Si los santos (canonizados o no) ya gozan de la bienaventuranza en el cielo, poseyendo plenamente los frutos de la redención realizada en Cristo, hay muchos otros hermanos que han muerto en la amistad de Dios, pero viven tras su muerte un camino de purificación. Son los hermanos difuntos, que en ningún caso están condenados, porque ya viven seguros de su salvación eterna, pero todavía han de recorrer un camino hacia la plenitud del encuentro con Dios. Por eso oramos por ellos y los encomendamos a la misericordia de Dios. Tenemos la certeza de que Cristo, vencedor de la muerte, vive resucitado y nos ha ido a preparar un lugar, porque quiere que estemos donde Él está, junto al Padre (cf. Juan 14).

Junto con orar por nuestros difuntos, los recordamos con profunda gratitud. No porque hayan sido perfectos, sino porque somos conscientes de que hemos recibido de ellos muchas gracias y dones. A veces tenemos la tentación de creer que en nuestra vida todo comienza con nosotros, de que todo es conquista o esfuerzo nuestro, y no es verdad, porque es mucho lo que hemos recibido y muchas cosas se explican por lo que antes otros han construido. Por eso, cuando en la Iglesia despedimos a un difunto, decimos: “Te damos gracias, Señor, por los beneficios con que favoreciste a tu hijo en esta vida, y que para nosotros fueron signos de tu bondad y de tu presencia”.

Volvamos la mirada en estos días a los santos, para correr también nosotros la carrera que nos espera (cf. Hb 12, 1), y demos gracias por nuestros hermanos difuntos, encomendándolos: “Dales, Señor, el descanso eterno, y brille para ellos la luz perpetua”.