Entendemos que la Reforma Educacional traerá beneficios significativos en la construcción de un país más justo, inclusivo y solidario, donde el alma de Chile podrá fortalecerse.
Como Iglesia hemos aportado al proceso educativo pero, a veces, se nos ha olvida que la educación es un derecho que no se puede unir a un costo y que nuestras escuelas han de ser un espacio de evangelización.
En este contexto es importante preguntarnos: ¿Para qué educamos?
Lo hacemos para formar una persona íntegra en contenidos, calidad y participación. Los excluidos en este camino, sin embargo, son muchos: los que no concluyen sus estudios; los que no alcanzan estudios superiores; los que llegan y no terminan.
Comprendemos, también, que la educación tiene sus fines: la búsqueda del bien y la verdad. El estudiante ha de buscar el bien y la verdad que implica un involucrarse ante el mundo; ha de saber conducirse conscientemente ante la realidad, desechando lo que se aleja de su condición humana, pero siempre abierto a los nuevos desafíos. También ha de buscar la verdad; y, una vez encontrada, hacerla propia.
La persona humana ha de buscar y amar la verdad. Pero, para amarla es necesario pensarla, quien no la piensa, no la ama. Una reforma educacional que busca transformar los paradigmas existentes debe procurar que los jóvenes piensen, busquen y encuentren la verdad y, una vez encontrada, la amen.
Hoy, nuestras instituciones educacionales, nos muestran algo distinto: La búsqueda del bien y la verdad se ve lejana. Somos testigos de una realidad que nos inquiete: Los “hombres rudos”, es decir, aquellos que ven en la educación un “bien de consumo”, o un camino para “formar especialistas”, se han apoderado de nuestras instituciones educacionales y las han convertido en una “fábrica que produce utilidades”. Hemos de abogar para que estos “hombres rudos” dejen actuar a aquellos que buscan el bien y la verdad. Nunca debemos olvidar que la verdad está por sobre toda servidumbre. Nuestros centros de estudios deben generara proyectos de vida, de vocación, de trascendencia, de responsabilidad social, de saber disciplinar, de emprender y de innovar.
La calidad de la educación se mide, finalmente, en sus resultados: en ese joven, en ese hombre que se siente interpelado por lo que acontece y que busca responder a ello. No en un profesional que solo sabe hacer bien su oficio. Este se podría haber formado en cualquier otra parte, pero no en una escuela o en una universidad que busca formar hombres íntegros. El hombre autentico es el que se comprende a sí mismo como un obrero del bien común. Educar es guiar al hombre en su desarrollo dinámico en cuyo curso se afianza como persona humana, provisto de las armas del conocimiento, de la voluntad y de la fe.
Por último quisiera compartir una esperanza, un anhelo y un desafío. Son palabras de un filósofo y educador que expresan lo que hemos querido comunicar: “Anhelo para estas tierras una educación donde se cultiven las artes, las ciencias, el pensamiento, la literatura, la filosofía y todo aquello que lleve al hombre a conquistar su libertad. Nuestro camino educativo, sea el que fuera, colegios, liceos, universidades, debe ser un espacio de reflexión y fraternidad”.
Dr. Hernán Enríquez Rosas
Académico Instituto de Teología
Universidad Católica de la Santísima Concepción